miércoles, 23 de enero de 2013

Zapatos


 Mi abuela Asunción no dejó nunca de exigir a mi padre la máxima limpieza en el atuendo por más que el chaval correteara en los años 30 por las calles de su pueblo, Moreda, en el que las vías para las vagonetas de carbón era el preferido campo de juego de los niños.

Moreda de Aller 1920
Así que a mi padre de nada le habría servido aprender a limpiar. Lo suyo fue siempre no ensuciarse para pasar revista con la “Señora” (Maestra) sin sufrir daños.

Mi padre estaba limpio a cualquier hora del día. Pero lo que más llamaba la atención eran sus zapatos, que lo mismo volvían impecables de un paseo dominical en la ciudad como de una larga caminata en las caleyas de Aller.

Mi hermano Alberto llegó a sentir tanta fascinación por los zapatos de nuestro padre que por un tiempo asumió motu proprio la tarea, para él deliciosa, de poner en estado de revista sus zapatos. Mi hermano lo recuerda así:

He limpiado muchas veces los zapatos de mi padre. Les daba crema como las mujeres lo hacen alrededor de los ojos, con cuidado, sin hacer daño. Una crema para cada zapato, un cepillo para cada color, una bayeta para pulir su acabado, remedo de aquellos limpiabotas extinguidos por la prisa del mundo moderno y su desdén por los zapatos “

Yo aprendí de mi padre ese sistema de llevar los zapatos siempre limpios por la vía de no ensuciárselos nunca. Como él decía “basta con pisar con cuidado” Y eso es enteramente cierto. Una vez que aprendes a hacerlo ya no tienes que pensar más  en ello y hasta las chanclas salen limpias de un camino veraniego.

Pero hay dos excepciones: Cuando he hecho una travesía a pie por España o cuando he abordado un viaje largo.

Este es el caso. En mi segundo viaje por Asia llevo 84 días de periplo sin haberme limpiado nunca  los únicos zapatos que tengo. Ni aquí hay limpiabotas como en India, ni mi escueto equipaje admite apaños para los zapatos. Como consecuencia, cada vez que miro a mis pies compunjo mi cara y confío en que ni mi abuela Asunción ni mi padre alcancen a fijarse en ese detalle de mi figura asiática.

Hasta hoy.

Hoy comiendo en el mercado de Battambang, una capital de provincia del oeste de Camboya, me he resuelto a terminar con esta situación insostenible. He buscado y comprado una crema de zapatos coreana  y un pequeño cepillo.

Con la solemnidad que merece una esperada restauración he buscado la sombra propicia de un banco de piedra y he dado lustre a mis zapatos hasta que han quedado como a mí y a mi padre nos gusta llevarlos.

Quién dice que dentro de un rato, al final de las correrías de la tarde, no tendremos que subir las escaleras de la casa de Moreda de Arriba y presentarnos para la revista. Mi abuela nos echará sin falta una mirada inmisericorde de arriba abajo pero, ahora, los dos superaremos la prueba y, como de costumbre, nos preparará una cena deliciosa en la mesa de mármol.