miércoles, 26 de marzo de 2014

Chiclana a Puerto Real

Chiclana era un pueblo grande que se ha hecho con el tiempo una ciudad pequeña. Andará por los ochenta mil habitantes.

Apenas recuerdo el pueblo bajo, blanco y caluroso que era el Chiclana de mi infancia. El de aquellos interminables viajes de verano atravesando la península y que a esta altura, en las primeras horas de la primera etapa, apenas estaban en sus comienzos. Paredes encaladas, rejas hasta el suelo ocultando estancias que imaginaba frescas, portones cerrando patios y sombras matinales y pasajeras refrescando los adoquines del pavimento.

Esa mañana de travesía a pie, en pleno invierno, avanzamos buscando la salida de la ciudad, el campo abierto, siguiendo aceras y bloques de edificios iguales y sin nombre. Teníamos cabal idea de la ruta, pero la conexión se nos resistió algo hasta que pudimos dejar atrás los nudos que forman las carreteras y sus cruces.

Es allí en donde el campo se abre a la vista como se cierra igualmente al ruido. Allí empiezan caminos amplios de labranza y tierra seca. Esas fincas son el Marquesado y el paisaje se llena de cultivos hasta la lejana Medina Sidónia, sobre el río Salado.

Es hermoso ese territorio, pero monótono. Poner un pié y luego el otro es la única acción requerida y escasos entretenimientos se ofrecen  la vista durante kilómetros. Así fue hasta la llegada de cientos de cigüeñas que, en grandes círculos, sobrevolaban poco más allá de nuestras cabezas sin decidirse a tomar dirección alguna. Son pájaros grandes de vuelo armonioso y no podíamos dejar de observarlos con la vista levantada y hacer, al tiempo, conjeturas sobre sus inminentes planes de vuelo.

Las lecturas posteriores nos dieron la clave: Se detienen en su migración, descansan y se esperan, unos grupos a otros, antes de emprender juntos el paso del Estrecho de Gibraltar y sobrevolar al otro lado la cálida tierra africana.

Varios fueron los despistes en la ruta propiciados por un mapa incompleto y por la dificultad de encontrar habitantes que nos ayudaran a retomar el buen camino. En el tramo final, un gran bosque de pinos nos engulló en las sombras, confundidos por infinitos caminos que no impidieron que, manteniendo el rumbo al noroeste, diéramos con los despejados muros del hospital de Puerto Real.

Repusimos fuerzas en una venta de mil menús para elegir y un autobús urbano nos acercó a la estación de cercanías.

El tren a ritmo lento sobre la marisma dibujó un arco por La Carraca y San Fernándo, mientras el poco sol que le quedaba a la tarde de alejaba sobre la Bahía de Cádiz.

Al fin Cádiz, extrañamente recogida en el silencio.